PERO CUANDO LLEGO LA 46ª NOCHE
Ella dijo:
Y he aquí en qué consistían aquellos presentes del rey Afridonios, señor de Contantinia:
Había cincuenta muchachas vírgenes, bellas entre las más bellas de las hijas de Grecia. Había cincuenta muchachos, los mejor formados del país de los rumís, y cada uno de aquellos maravillosos jóvenes llevaba un ancho ropón de amplias mangas, todo de seda con dibujos de oro y figuras de colores, y un cinturón de oro con cinceladuras de plata, al cual iba unida una doble falda de brocado y terciopelo, y en las orejas un arete de oro con una perla redonda y blanca que valía más de mil dinares titulados de oro. Y por su parte, las muchachas llevaban también incalculables magnificencias.
Así es que el rey Omar los aceptó muy complacido, y ordenó que se tratara a los embajadores con todas las consideraciones debidas. Y mandó reunir a los visires para saber su opinión acerca del socorro pedido por el rey Afridonios de Constantinia. Entonces, de entre los visires se levantó un anciano venerable, respetado por todos y asimismo amado por todos. Era el gran visir, llamado Dandán.
Y el gran visir, llamado Dandán, dijo:
"Cierto es, ¡oh sultán glorioso! que ese rey Afridonios, señor de Constantinia la Grande, es un cristiano, infiel a la ley de Alah y de su Profeta (¡sean con él la plegaria y la paz!), y que su pueblo es un pueblo de descreídos. Aquel contra el cual pide socorro, es también un infiel y un descreído. Así es que sus asuntos sólo a ellos les importan, y no pueden interesar ni conmover a los creyentes. Pero de todos modos, te invito a otorgar tu alianza al rey Afridonios y a enviarle un ejército, a cuya cabeza pondrás a tu hijo Sharkán, que precisamente acaba de volver de sus expediciones gloriosas. Y esta idea que te propongo es buena por dos razones: la primera, que el rey de los rumís, al enviarte sus embajadores con los regalos que aceptaste, te pide ayuda y protección; la segunda, que como no tenemos nada que temer de ese reyezuelo de Kaissaria, ayudando al rey Afridonios contra su enemigo obtendrás excelentes resultados y te considerarán como el verdadero vencedor. Y esta proeza será conocida de todos los países, y llegará hasta Occidente. Y entonces los reyes de Occidente solicitarán tu amistad y te enviarán portadores de numerosos regalos de todas clases y de presentes extraordinarios".
Cuando el sultán Omar Al-Nemán hubo oído las palabras de su gran visir Dandán, expresó un gran contento, las encontró muy dignas de aprobación, y le dió un ropón de honor, diciéndole: "¡Has nacido para ser inspirador y consejero de reyes! Por eso tu presencia es absolutamente necesaria al frente del ejército. En cuanto a mi hijo Scharkán, no mandará más que la retaguardia".
Y el rey mandó llamar en el acto a su hijo Scharkán, le dió cuenta de todo lo que había dicho a los enviados y había propuesto el gran visir Dandán, y le encargó que hiciera sus preparativos de marcha. Y también le encargó que no olvidara distribuir entre los soldados, con la largueza de siempre, las donaciones acostumbradas. Y que los eligiera uno por uno entre los mejores del ejército, formando un cuerpo de diez mil jinetes endurecidos por la guerra y las fatigas. Y Scharkán se sometió respetuosamente a las palabras de su padre Omar Al-Nemán.
Después se levantó y fué a elegir diez mil jinetes entre los mejores. Repartió a manos llenas oro y riquezas, y les dijo: "¡Ahora os doy tres días completos de reposo y libertad!" Y los diez mil arrogantes jinetes, sumisos a su voluntad, besaron la tierra entre sus manos y salieron, colmados de larguezas, a equiparse para la marcha.
Scharkán fué entonces al salón donde estaban las arcas del Tesoro y el depósito de armas y municiones, y eligió las armas más hermosas, las nieladas de oro, con inscripciones de marfil y ébano. Y así escogió cuanto anhelaron su gusto y su preferencia. Marchó después a las caballerizas, donde se veían todos los caballos más bellos de Nedjed y de Arabia, cada uno de los cuales llevaba su genealogía sujeta al cuello en un saquito con labores de seda y oro adornado con una turquesa.
Allí escogió los caballos de las razas más famosas, y para sí eligió un bayo oscuro, de piel lustrosa, ojos a flor de cara, anchos cascos, cola soberbiamente alta y orejas finas como las de las gacelas. Este caballo se lo había regalado a Omar Al-Nemán el jeique de una poderosa tribu árabe, y era de raza seglauíjedrán.(Una de las más hermosas del Norte y centro de Arabia)
Y transcurridos los tres días, se reunieron los soldados fuera de la población. Y el rey Omar Al-Nemán salió para despedirse de su hijo Scharkán y del gran visir Dandán. Y se acercó a Scharkán, que besó la tierra entre sus manos, y le hizo donación de siete arcas llenas de monedas, y le encargó que se aconsejase del sabio visir Dandán. Y Scharkán lo escuchó con respeto, y así se lo prometió a su padre. Entonces el rey se volvió hacia el visir Dandán, y le recomendó a su hijo Scharkán y a los soldados de Scharkán. Y el visir besó la tierra entre sus manos, y respondió: "Escucho y obedezco".
Y Scharkán montó en su caballo seglauíjedrán, y mandó desfilar a los jefes de su ejército y a sus diez mil jinetes. Después besó la mano del rey Omar Al-Nemán, y acompañado del visir Dandán, lanzó su corcel al galope. Y todos partieron entre los redobles de los tambores de guerra, al son de los pífanos y clarines. Por encima de ellos se desplegaban los estandartes y ondeaban al viento las banderas.
Servían de guías los embajadores. Siguieron marchando durante todo el día, y después todo el siguiente, y otros más, y así durante veinte días. Y sólo se detenían de noche para descansar. Y llegaron a un valle cubierto de bosques y lleno de arroyos. Y como era de noche, Scharkán dió orden de acampar e hizo saber que el reposo duraría tres días. Y se apearon los jinetes, armaron las tiendas y se dispersaron por todas partes. Y el visir Dandán mandó colocar su tienda en el centro del valle, y junto a ella las de los enviados del rey Afridonios de Constantinia.
En cuanto a Scharkán, tan pronto como se dispersaron los soldados, mandó a sus guardias que lo dejaran solo y fueran adonde estaba el visir. Y después soltó las riendas a su corcel, pues quería recorrer el valle y poner en práctica los consejos de su padre el rey Omar, el cual le había encargado que tomase todas las precauciones al acercarse al país de los rumís, fueran amigos o enemigos. Y no dejó de galopar hasta que hubo transcurrido la cuarta parte de la noche. Entonces el sueño le cayó pesadamente sobre los párpados y se vió imposibilitado de galopar. Y como tenía la costumbre de dormir encima del caballo, dejó que el caballo anduviera al paso, y así se durmió.
El caballo siguió andando hasta media noche, llegó en medio de un bosque, se detuvo, y golpeó violentamente el suelo con el casco. Y Scharkán se despertó en medio de la selva, que estaba iluminada en aquel momento por la claridad de la luna. Se alarmó al encontrarse en aquel lugar desconocido y solitario, pero dijo en alta voz las palabras que vivifican: "¡No hay poder ni fuerza más que en Alah
el Altísimo!" E inmediatamente se reconfortó su alma. Y ya no temía a las bestias feroces del bosque.
Y la luna milagrosa plateaba el claro del bosque, tan bello, que parecía arrancado del paraíso. Y Scharkán oyó, cerca de él, una voz deliciosa. Y risas. ¡Pero qué risas! Si las hubieran oído los humanos, habrían enloquecido por el deseo de beberlas en la misma boca y morir.
En seguida Scharkán saltó del caballo y se internó entre los árboles en busca de la voz. Y anduvo hasta las orillas de un río blanco, de aguas transparentes y cantoras. Y al canto del agua contestaban la voz de los pájaros, el lamento de las gacelas y el concierto hablado de todos los animales. Y juntos formaban un canto armonioso, lleno de esplendor. Y en el suelo se extendía el bordado de flores y plantas, como dice el poeta:
¡Sólo es bella la tierra ¡oh locura mía! cuando se tiñe con sus flores! ¡Sólo es bella el agua cuando se enlaza con las flores! ¡Una al lado de las otras!
¡Gloria al que creó la tierra, las flores y las aguas, y te puso en la tierra, ¡oh locura mía! cerca de las flores y del agua!
Y Scharkán vió en la orilla opuesta, iluminada por la Iuna, la fachada de un monasterio blanco con una alta torre que rasgaba los aires. Este monasterio bañaba su planta en las aguas del río. Frente
a él se extendía una pradera en la que estaban sentadas diez esclavas blancas, rodeando a una joven. Y eran como lunas. Iban vestidas con trajes amplios y ligeros. Eran vírgenes, y reunían las maravillas de que habla el poeta:
¡He aquí que la pradera reluce! ¡Porque hay en ella blancas jóvenes de carne ingenua, jóvenes ingenuas y blancas de maravilloso resplandor! ¡Y la pradera tiembla y se estremece!
¡Hermosas y sobrenaturales jóvenes! Una cintura delgada y flexible. Un andar gallardo y melodioso. Y la pradera tiembla y se estremece.
¡Tendida la cabellera, que va desbordándose sobre el cuello como el racimo sobre la cepa! ¡Rubias o morenas, racimos rubios, racimos morenos! ¡Oh graciosas cabelleras!
¡Jóvenes atrayentes y seductoras! ¡Qué encanto el de vuestros ojos! La tentación de vuestros ojos, las flechas de vuestros ojos, hablan de mi muerte!
Y la joven a la que rodeaban las diez esclavas blancas, era la luna llena. Sus cejas se arqueaban espléndidamente; su frente era como la primera claridad de la mañana; sus párpados ostentaban la curva de sus pestañas de terciopelo, y su cabellera se anillaba en las sienes con rizos deliciosos. Era tan admirable como la pinta el poeta en estos versos:
Altiva me ha mirado, ¡pero qué miradas tan deliciosas! ¡Su cintura es recta y dura! ¡Lanzas rectas y duras, encorvaos contusas ante ella!
¡Se adelanta! ¡Hela aquí! ¡Mirad sus mejillas, las flores sonrosadas de sus mejillas! ¡Conozco su dulzura y todo su frescor!
¡Mirad el rizo negro de su cabello sobre el candor de su frente! ¡Es el ala de la noche que reposa en la serenidad de la mañana!
Y era aquella cuya voz había oído Scharkán. Y decía en árabe a las esclavas que estaban con ella: "¡Por el Mesías! Sois unas desvergonzadas; lo que hicisteis es una cosa mala y horrible. Si alguna lo vuelve a hacer, la ataré con el cinturón, y le azotaré las nalgas". Después se echó a reír, y dijo: "¡Vamos a ver cuál de vosotras podrá vencerme en la lucha! ¡Las que quieran luchar que vengan antes de que se ponga la luna y aparezca la mañana!"
Y una de las jóvenes se levantó y quiso luchar con su ama, pero en seguida fué derribada al suelo; después la segunda, y la tercera, y todas las demás. Y cuando triunfó de todas las esclavas, salió súbitamente del bosque una vieja que, dirigiéndose al grupo, dijo: "¿piensas haber alcanzado un gran triunfo derribando a estas pobres muchachas que no tienen ninguna fuerza? Si verdaderamente sabes luchar, atrévete a luchar conmigo. ¡Soy vieja, pero todavía puedo ser maestra tuya! ¡Ven, pues!"
Pero la joven contuvo su furor, y dijo sonriendo a la vieja: "¡Oh respetable Madre de todas las Calamidades! ¡Por el Mesías! ¿Quieres realmente luchar conmigo, o sólo ha sido una broma?"
La vieja respondió: "¡Nada de eso! ¡Mi desafío es formal!"
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Ella dijo:
Y he aquí en qué consistían aquellos presentes del rey Afridonios, señor de Contantinia:
Había cincuenta muchachas vírgenes, bellas entre las más bellas de las hijas de Grecia. Había cincuenta muchachos, los mejor formados del país de los rumís, y cada uno de aquellos maravillosos jóvenes llevaba un ancho ropón de amplias mangas, todo de seda con dibujos de oro y figuras de colores, y un cinturón de oro con cinceladuras de plata, al cual iba unida una doble falda de brocado y terciopelo, y en las orejas un arete de oro con una perla redonda y blanca que valía más de mil dinares titulados de oro. Y por su parte, las muchachas llevaban también incalculables magnificencias.
Así es que el rey Omar los aceptó muy complacido, y ordenó que se tratara a los embajadores con todas las consideraciones debidas. Y mandó reunir a los visires para saber su opinión acerca del socorro pedido por el rey Afridonios de Constantinia. Entonces, de entre los visires se levantó un anciano venerable, respetado por todos y asimismo amado por todos. Era el gran visir, llamado Dandán.
Y el gran visir, llamado Dandán, dijo:
"Cierto es, ¡oh sultán glorioso! que ese rey Afridonios, señor de Constantinia la Grande, es un cristiano, infiel a la ley de Alah y de su Profeta (¡sean con él la plegaria y la paz!), y que su pueblo es un pueblo de descreídos. Aquel contra el cual pide socorro, es también un infiel y un descreído. Así es que sus asuntos sólo a ellos les importan, y no pueden interesar ni conmover a los creyentes. Pero de todos modos, te invito a otorgar tu alianza al rey Afridonios y a enviarle un ejército, a cuya cabeza pondrás a tu hijo Sharkán, que precisamente acaba de volver de sus expediciones gloriosas. Y esta idea que te propongo es buena por dos razones: la primera, que el rey de los rumís, al enviarte sus embajadores con los regalos que aceptaste, te pide ayuda y protección; la segunda, que como no tenemos nada que temer de ese reyezuelo de Kaissaria, ayudando al rey Afridonios contra su enemigo obtendrás excelentes resultados y te considerarán como el verdadero vencedor. Y esta proeza será conocida de todos los países, y llegará hasta Occidente. Y entonces los reyes de Occidente solicitarán tu amistad y te enviarán portadores de numerosos regalos de todas clases y de presentes extraordinarios".
Cuando el sultán Omar Al-Nemán hubo oído las palabras de su gran visir Dandán, expresó un gran contento, las encontró muy dignas de aprobación, y le dió un ropón de honor, diciéndole: "¡Has nacido para ser inspirador y consejero de reyes! Por eso tu presencia es absolutamente necesaria al frente del ejército. En cuanto a mi hijo Scharkán, no mandará más que la retaguardia".
Y el rey mandó llamar en el acto a su hijo Scharkán, le dió cuenta de todo lo que había dicho a los enviados y había propuesto el gran visir Dandán, y le encargó que hiciera sus preparativos de marcha. Y también le encargó que no olvidara distribuir entre los soldados, con la largueza de siempre, las donaciones acostumbradas. Y que los eligiera uno por uno entre los mejores del ejército, formando un cuerpo de diez mil jinetes endurecidos por la guerra y las fatigas. Y Scharkán se sometió respetuosamente a las palabras de su padre Omar Al-Nemán.
Después se levantó y fué a elegir diez mil jinetes entre los mejores. Repartió a manos llenas oro y riquezas, y les dijo: "¡Ahora os doy tres días completos de reposo y libertad!" Y los diez mil arrogantes jinetes, sumisos a su voluntad, besaron la tierra entre sus manos y salieron, colmados de larguezas, a equiparse para la marcha.
Scharkán fué entonces al salón donde estaban las arcas del Tesoro y el depósito de armas y municiones, y eligió las armas más hermosas, las nieladas de oro, con inscripciones de marfil y ébano. Y así escogió cuanto anhelaron su gusto y su preferencia. Marchó después a las caballerizas, donde se veían todos los caballos más bellos de Nedjed y de Arabia, cada uno de los cuales llevaba su genealogía sujeta al cuello en un saquito con labores de seda y oro adornado con una turquesa.
Allí escogió los caballos de las razas más famosas, y para sí eligió un bayo oscuro, de piel lustrosa, ojos a flor de cara, anchos cascos, cola soberbiamente alta y orejas finas como las de las gacelas. Este caballo se lo había regalado a Omar Al-Nemán el jeique de una poderosa tribu árabe, y era de raza seglauíjedrán.(Una de las más hermosas del Norte y centro de Arabia)
Y transcurridos los tres días, se reunieron los soldados fuera de la población. Y el rey Omar Al-Nemán salió para despedirse de su hijo Scharkán y del gran visir Dandán. Y se acercó a Scharkán, que besó la tierra entre sus manos, y le hizo donación de siete arcas llenas de monedas, y le encargó que se aconsejase del sabio visir Dandán. Y Scharkán lo escuchó con respeto, y así se lo prometió a su padre. Entonces el rey se volvió hacia el visir Dandán, y le recomendó a su hijo Scharkán y a los soldados de Scharkán. Y el visir besó la tierra entre sus manos, y respondió: "Escucho y obedezco".
Y Scharkán montó en su caballo seglauíjedrán, y mandó desfilar a los jefes de su ejército y a sus diez mil jinetes. Después besó la mano del rey Omar Al-Nemán, y acompañado del visir Dandán, lanzó su corcel al galope. Y todos partieron entre los redobles de los tambores de guerra, al son de los pífanos y clarines. Por encima de ellos se desplegaban los estandartes y ondeaban al viento las banderas.
Servían de guías los embajadores. Siguieron marchando durante todo el día, y después todo el siguiente, y otros más, y así durante veinte días. Y sólo se detenían de noche para descansar. Y llegaron a un valle cubierto de bosques y lleno de arroyos. Y como era de noche, Scharkán dió orden de acampar e hizo saber que el reposo duraría tres días. Y se apearon los jinetes, armaron las tiendas y se dispersaron por todas partes. Y el visir Dandán mandó colocar su tienda en el centro del valle, y junto a ella las de los enviados del rey Afridonios de Constantinia.
En cuanto a Scharkán, tan pronto como se dispersaron los soldados, mandó a sus guardias que lo dejaran solo y fueran adonde estaba el visir. Y después soltó las riendas a su corcel, pues quería recorrer el valle y poner en práctica los consejos de su padre el rey Omar, el cual le había encargado que tomase todas las precauciones al acercarse al país de los rumís, fueran amigos o enemigos. Y no dejó de galopar hasta que hubo transcurrido la cuarta parte de la noche. Entonces el sueño le cayó pesadamente sobre los párpados y se vió imposibilitado de galopar. Y como tenía la costumbre de dormir encima del caballo, dejó que el caballo anduviera al paso, y así se durmió.
El caballo siguió andando hasta media noche, llegó en medio de un bosque, se detuvo, y golpeó violentamente el suelo con el casco. Y Scharkán se despertó en medio de la selva, que estaba iluminada en aquel momento por la claridad de la luna. Se alarmó al encontrarse en aquel lugar desconocido y solitario, pero dijo en alta voz las palabras que vivifican: "¡No hay poder ni fuerza más que en Alah
el Altísimo!" E inmediatamente se reconfortó su alma. Y ya no temía a las bestias feroces del bosque.
Y la luna milagrosa plateaba el claro del bosque, tan bello, que parecía arrancado del paraíso. Y Scharkán oyó, cerca de él, una voz deliciosa. Y risas. ¡Pero qué risas! Si las hubieran oído los humanos, habrían enloquecido por el deseo de beberlas en la misma boca y morir.
En seguida Scharkán saltó del caballo y se internó entre los árboles en busca de la voz. Y anduvo hasta las orillas de un río blanco, de aguas transparentes y cantoras. Y al canto del agua contestaban la voz de los pájaros, el lamento de las gacelas y el concierto hablado de todos los animales. Y juntos formaban un canto armonioso, lleno de esplendor. Y en el suelo se extendía el bordado de flores y plantas, como dice el poeta:
¡Sólo es bella la tierra ¡oh locura mía! cuando se tiñe con sus flores! ¡Sólo es bella el agua cuando se enlaza con las flores! ¡Una al lado de las otras!
¡Gloria al que creó la tierra, las flores y las aguas, y te puso en la tierra, ¡oh locura mía! cerca de las flores y del agua!
Y Scharkán vió en la orilla opuesta, iluminada por la Iuna, la fachada de un monasterio blanco con una alta torre que rasgaba los aires. Este monasterio bañaba su planta en las aguas del río. Frente
a él se extendía una pradera en la que estaban sentadas diez esclavas blancas, rodeando a una joven. Y eran como lunas. Iban vestidas con trajes amplios y ligeros. Eran vírgenes, y reunían las maravillas de que habla el poeta:
¡He aquí que la pradera reluce! ¡Porque hay en ella blancas jóvenes de carne ingenua, jóvenes ingenuas y blancas de maravilloso resplandor! ¡Y la pradera tiembla y se estremece!
¡Hermosas y sobrenaturales jóvenes! Una cintura delgada y flexible. Un andar gallardo y melodioso. Y la pradera tiembla y se estremece.
¡Tendida la cabellera, que va desbordándose sobre el cuello como el racimo sobre la cepa! ¡Rubias o morenas, racimos rubios, racimos morenos! ¡Oh graciosas cabelleras!
¡Jóvenes atrayentes y seductoras! ¡Qué encanto el de vuestros ojos! La tentación de vuestros ojos, las flechas de vuestros ojos, hablan de mi muerte!
Y la joven a la que rodeaban las diez esclavas blancas, era la luna llena. Sus cejas se arqueaban espléndidamente; su frente era como la primera claridad de la mañana; sus párpados ostentaban la curva de sus pestañas de terciopelo, y su cabellera se anillaba en las sienes con rizos deliciosos. Era tan admirable como la pinta el poeta en estos versos:
Altiva me ha mirado, ¡pero qué miradas tan deliciosas! ¡Su cintura es recta y dura! ¡Lanzas rectas y duras, encorvaos contusas ante ella!
¡Se adelanta! ¡Hela aquí! ¡Mirad sus mejillas, las flores sonrosadas de sus mejillas! ¡Conozco su dulzura y todo su frescor!
¡Mirad el rizo negro de su cabello sobre el candor de su frente! ¡Es el ala de la noche que reposa en la serenidad de la mañana!
Y era aquella cuya voz había oído Scharkán. Y decía en árabe a las esclavas que estaban con ella: "¡Por el Mesías! Sois unas desvergonzadas; lo que hicisteis es una cosa mala y horrible. Si alguna lo vuelve a hacer, la ataré con el cinturón, y le azotaré las nalgas". Después se echó a reír, y dijo: "¡Vamos a ver cuál de vosotras podrá vencerme en la lucha! ¡Las que quieran luchar que vengan antes de que se ponga la luna y aparezca la mañana!"
Y una de las jóvenes se levantó y quiso luchar con su ama, pero en seguida fué derribada al suelo; después la segunda, y la tercera, y todas las demás. Y cuando triunfó de todas las esclavas, salió súbitamente del bosque una vieja que, dirigiéndose al grupo, dijo: "¿piensas haber alcanzado un gran triunfo derribando a estas pobres muchachas que no tienen ninguna fuerza? Si verdaderamente sabes luchar, atrévete a luchar conmigo. ¡Soy vieja, pero todavía puedo ser maestra tuya! ¡Ven, pues!"
Pero la joven contuvo su furor, y dijo sonriendo a la vieja: "¡Oh respetable Madre de todas las Calamidades! ¡Por el Mesías! ¿Quieres realmente luchar conmigo, o sólo ha sido una broma?"
La vieja respondió: "¡Nada de eso! ¡Mi desafío es formal!"
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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